La brutal matanza en una estancia en mayo de 1992 continúa impune. A lo largo de los años se plantearon muchas hipótesis y se detuvo a varios sospechosos, pero el caso nunca se resolvió.
Una mañana de mayo de 1992 un vecino de Elordi, un paraje rural a unos 30 kilómetros de General Villegas, se apersonó en la comisaría para avisar que algo raro estaba pasando en la estancia La Payanca. Se habían escapado varios animales y un tractor había quedado como abandonado en el campo. Pasaron unos días y un par de tormentas hasta que por fin el 9 de mayo un grupo de agentes llegó hasta la finca para averiguar qué había sucedido. Lo que encontraron fue una escena de pesadilla: seis cadáveres con signos de haber sido brutalmente asesinados a golpes y balazos. Ese día se empezó a escribir en la crónica policial lo que más tarde se conocería como “la Masacre de La Payanca” y que aún, casi tres décadas después, no conoce final.
Lo primero con que se chocaron los agentes al entrar en la casona de la estancia fue con el hedor, incrementado por el húmedo aire de las recientes lluvias. Luego descubrieron en el comedor el cuerpo de la dueña de la estancia, María Esther Acheriteguy (46), conocida como “Chila”. Había recibido dos tiros, uno en las costillas y el otro en la cabeza. Además, la habían golpeado con tanta saña que se estrelló contra la pared y la llenó de sangre. En su caída arrastró un televisor, que terminó reventado. Su hijo, José Luis “Cascote” Gianolio (22), tenía el cráneo destrozado con un hierro y dos tiros, uno de ellos en la nuca. La otra hija de María Esther, Claudia, no vivía en el campo. Ella estaba con su marido, el actor de telenovelas Marco Estell. Fue la única sobreviviente y heredera de la estancia.
Mientras tanto, los investigadores al mando del comisario Mario “Chorizo” Rodríguez hallaron que la casa había sido revuelta por completo. Las cortinas estaban arrancadas y habían tajeado los colchones. Quizás los asesinos buscaban dinero o joyas, quizás quisieron distraer a la Policía. Pero según las crónicas de la época, “Chila” conservaba sus anillos de oro.
Los pesquisas continuaron revisando el terreno. En un galpón encontraron otro cuerpo, un hombre al que costó identificar porque no tenía documentos encima. Se trataba de Francisco Luna, un linyera que cada tanto hacía changas en el parque de la estancia. También lo habían matado a golpes y balazos. Y en el mismo lugar se toparon con una escena macabra: dos gatos asesinados, puestos juntos con las colas en cruz formando una X.
Especulaciones
Ese día la investigación terminó ahí, y empezaron las especulaciones. María Esther era viuda desde hacía unos años y hacía poco que se había amancebado con Alfredo Raúl Forte (49), quien a su vez había abandonado a mujer e hijos en la ciudad de Daireaux, a 200 kilómetros de Villegas. Fue el primer sospechoso en quien pensó la Policía. Pero esa hipótesis se desvaneció cuando hallaron en horas del mediodía del 10 de mayo el cadáver de Forte, a unos 1.500 metros de la casa principal, totalmente desfigurado y con el cráneo destrozado. Había recibido diez garrotazos en la cabeza, un tiro en las costillas y otro en la nuca. También conservaba un anillo de oro.
A poca distancia estaba el cuerpo de Eduardo Javier Gallo (22), un tractorista que trabajaba y vivía con la familia. Le habían partido la cabeza en dos de un golpe y tenía dos disparos. Dentro de un maizal, a unos doscientos, había otro cuerpo: era Hugo Omar Reid (21), un albañil que había sido contratado para reparar los techos de la casa. También había sido asesinado a golpes y balazos.
Los cadáveres llevaban al menos una semana de fallecidos. De ahí, el espantoso olor a descomposición que habían sentido los policías al entrar en la casa.
Callejones sin salida
Luego de descubiertos los cuerpos, había llegado el momento de tejer nuevas hipótesis. Primero se habló del robo de un crédito de 50 mil dólares que había cobrado la familia, o que el campo tenía una pista de aterrizaje usada por narcotraficantes. Los gatos muertos atravesados hicieron pensar hasta en un ritual satánico, pero nada se pudo probar.
A los pocos días se detuvo al primer sospechoso: Guillermo “Colo” Díaz, un albañil que había sido policía y que había robado dos armas -un revólver calibre 32 y una carabina- en la casa de un amigo de José Luis Gianolio. Luego esa pista fue abandonada.
Otra teoría con la trabajó la Policía tenía que ver con María Esther. Su marido José Gianolio, padre de Claudia y José Luis, había sido asesinado varios años antes. El criminal fue Horacio Ortiz, un peón de La Payanca, que cuando se enteró que el patrón se acostaba con su mujer le pegó un tiro en la tranquera y se entregó. La condena fue llamativamente leve: ocho años, de los que Ortiz pasó preso cinco. Estaba libre en 1992 y se pensó que quería “terminar el trabajo” que había empezado con la muerte de Gianolio, pero la investigación también quedó en un callejón sin salida.
Cuatro que no fueron
Meses después la Policía anunció el presunto esclarecimiento del hecho al detener a cuatro pobladores de la zona: Jorge “Satanosky” Vera, Carlos Raúl Fernández, José Khunt y Julio César Yalet. El cuarteto era asiduo de una “casa de citas” local y allí una prostituta aseguró haber oído a “Satanosky” jactarse de los crímenes. La Cámara de Apelaciones de Junín ordenó, seis meses después, su liberación por falta de pruebas. Al abandonar la cárcel, el grupo denunció torturas policiales para que asumieran la culpa de la masacre.
El caso se fue diluyendo en un laberinto judicial y nunca se pudo encontrar un culpable. En el medio, los vecinos de General Villegas hicieron nada menos que cien marchas de silencio, en búsqueda de justicia.
La masacre continúa impune, pese a la promesa que les hizo a familiares de las víctimas el entonces gobernador bonaerense Felipe Solá junto a su ministro de Justicia, Eduardo Di Rocco, allá por 2004.
El escritor Diego Zigiotto cuenta en “Buenos Aires Misteriosa 2” que “la casa principal de La Payanca quedó abandonada desde entonces, a pesar de que el campo se sigue explotando. Comentan en General Villegas que ningún peón quiere quedarse en el lugar. ‘Los paisanos son gente supersticiosa’, acota un lugareño”.
(DIB)
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