Luz, ancla y banquete: Homilía del obispo de Santo Domingo en Nueve de Julio, Ariel Torrado Mosconi,

Fue durante la Misa crismal en el Santuario de Nuestra Señor de Fátima de Nueve de Julio, el martes  23 de marzo de 2021

En la celebración de esta misa crismal Palabra y Símbolo se implican y explican mutuamente. Ellas aluden y evocan hoy aquella unción con la cual Dios sella su alianza con nosotros consagrándonos para siempre en su amor. Por la unción bautismal comenzamos a formar parte de  la familia de Dios, se inicia nuestra pertenencia al cuerpo de Cristo y el Espíritu nos habita haciéndonos templo suyo. A su vez, la unción recibida el día de nuestra ordenación nos hace participar del único sacerdocio de Cristo, nos consagra para la misión como ministros sagrados para santificar, enseñar y pastorear al santo pueblo de Dios. La santa misa crismal que anualmente congrega a una Iglesia particular es una de sus manifestaciones más claras, sentidas y significativas tanto del misterio de su comunión como del testimonio de su misión. Por ello, hoy, es un día de gracia en que somos invitados a renovar esa consagración bautismal y sacerdotal para expandir el perfume de Cristo y la unción del Espíritu a un pueblo que necesita el consuelo que viene de Dios. Esa alianza, significada en los oleos, comunica la vida divina haciéndonos crecer en la fe, la esperanza y la caridad en la cotidiana imitación y seguimiento del Señor Jesús. Propongo, entonces, reflexionar sobre estas tres realidades fundantes de la existencia creyente sugiriendo tres imágenes que las expresan: luz, ancla y banquete.

Si la existencia humana es un transitar por los claroscuros de la historia, sin lugar a dudas, el momento presente es un atravesar un período oscuro y desolado, no solamente por la enfermedad y la muerte a raíz de la situación global de pandemia sino por unas condiciones culturales e ideológicas que impiden, muchas veces, reconocer el valor de la vida humana, de los niños por nacer, de los pobres, de los enfermos, los ancianos. Por eso mismo, hemos de redescubrir nuestra fe cristiana, la buena noticia del Señor, como aquella luz clara, esplendorosa y bella que orienta nuestra vida, da significado a la existencia, permite atravesar confiados y sin temor las “sombras de muerte” para alcanzar aquella Verdad que hace nuevas todas las cosas. ¡Sí! La luminosidad del Evangelio disipa las tinieblas y nos permite ver la belleza del color y de las formas de nuestra existencia. Hemos sido ungidos para ser ministros de la luz, pidamos un renovado ardor evangelizador, y así mostrar el sentido y la belleza de la vida a todos, pero especialmente a los más jóvenes.

No podemos negar que el “síntoma existencial” de este tiempo signado por la pandemia es la incertidumbre que, más de una vez, lleva al desasosiego y hasta la desesperación. Nadie sabe como continuará la historia en la postpandemia. Se suele hablar de una nueva normalidad, pero no sabemos bien en qué consistirá. Es a causa de ello que bien podemos revalorizar la esperanza como aquella ancla de la nave en medio del mar tormentoso -imagen tan querida por las primeras generaciones cristianas- que nos asegura y sostiene en la tempestad para no naufragar ni encallar en el mar turbulento de nuestro mundo actual. ¡Sí! La esperanza en Cristo, el mismo ayer, hoy y siempre, con la mirada puesta en la meta, nos permite mirar y afrontar el futuro con serenidad y fortaleza sin desanimarnos. ¡Seamos ministros de la esperanza frente a tantas profecías de infortunios y desgracias!

En la incertidumbre y la angustia de estos tiempos difíciles, suele aflorar la tentación del egoísmo mezquino e indiferente que olvida o descarta al otro, a los demás, al prójimo. Por este camino, la comunidad humana, que tiene vocación y nostalgia del paraíso fraterno, termina convirtiéndose en una jungla peligrosa. ¡Cuánto estamos sufriendo en nuestra patria las consecuencias de una lucha fratricida que se sigue profundizando en una grieta que se quiere ahondar cada vez más con mezquinos fines electorales y políticos!

La revelación bíblica representa y expresa la meta final de la humanidad como un gran banquete: “felices los invitados al banquete celestial”. La madurez de la caridad es el ágape, el amor de donación. Y uno de los nombres de la sagrada eucaristía es el de “ágape”, celebración del sacrificio del amor entregado y supremo del Señor por nosotros. Les pido que pese al distanciamiento sanitario no dejemos de apostar por alentar la vida en comunidad. ¡Seamos ministros de la fraternidad: Conduzcamos a nuestra gente a transitar del individualismo a la convivencia fraternal, de la división a la comunión, del “sálvese quien pueda” al amor recíproco!

Antes de terminar deseo evocar un acontecimiento reciente, porque no quisiera que se pierda en medio de la vorágine de información irrelevante y efímera que arrolla y oculta los hechos verdaderamente importantes y significativos. El reciente viaje apostólico del Santo Padre a Irak ha sido un episodio verdaderamente trascendental para el mundo y la Iglesia, de cuya significación debemos seguir sacando consecuencias y lecciones. Para mí -para nosotros en tanto pastores- es un genuino llamado y desafío a ir al “Irak” de nuestras comunidades: la zona -geográfica y existencial- más alejada y compleja, dividida y herida, avasallada y olvidada de nuestra propia parroquia. Este viaje pastoral del Papa Francisco es parábola, profecía y signo de hacia dónde debemos ir y cómo estar en cuanto Iglesia. 

Queridos hermanos sacerdotes: en tanto parte del pueblo de los bautizados nosotros también vivimos de la fe, la esperanza y la caridad en el estilo propio y el modo específico de nuestra vocación de pastores. No olvidemos que el Señor nos ha ungido, nos ha dado su gracia, para ser modelo y testimonio de vida cristiana de aquellos fieles a nosotros confiados, en estos tiempos particularmente difíciles que nos tocan transitar. Es verdad que nos sabemos pequeños y pecadores, y que también somos hijos de esta cultura tentada por el individualismo y la mundanidad, pero hemos sido ungidos para iluminar, sostener y consolar al pueblo de Dios que se nos ha confiado. En esa unción encontraremos nuestras fuerzas para renovar ahora las promesas sacerdotales.

+Ariel Torrado Mosconi, Obispo de Santo Domingo en Nueve de Julio

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